Construyendo “el escenario mítico de un paisaje rural en extinción”, Esperando las noticias del agua “es un poema único compuesto por cuarenta y ocho fragmentos que, de una forma alegórica y utilizando como hilo narrativo el amor entre dos jóvenes, reflexiona sobre la entereza y la perseverancia como únicas maneras de sobrevivir al extravío ético de nuestras sociedades actuales.” Son palabras del propio autor del libro, Basilio Sánchez (Cáceres, 1958), quien ha sabido combinar su dedicación profesional en el ámbito sanitario –es Licenciado en Medicina y Cirugía por la Universidad de Extremadura- con una intensísima actividad literaria, iniciada en 1983 gracias a la obra A este lado del alba, accésit del Premio Adonáis. Autor también de dos libros de narrativa –El cuenco de la mano y La creación del sentido-, entre sus trabajos poéticos posteriores destacan La mirada apacible (1996, accésit del Premio “Jaime Gil de Biedma”), Para guardar el sueño (2003), Entre una sombra y otra (2006, Premio Unicaja de Poesía), Las estaciones lentas (2008, Premio Tiflos) o Cristalizaciones (2013, Premio Ciudad de Córdoba “Ricardo Molina”). Considerado como un ejemplar exponente de la lírica meditativa contemporánea, su obra poética completa hasta 2009 –salvo su primer libro- ha quedado reunida en el volumen titulado Los bosques de la mirada, aparecido en 2010. Tres años antes, en 2007, recibió el Premio Extremadura a la Creación, a la Mejor Obra Literaria de Autor Extremeño.
En Esperando las noticias del agua, la correspondencia, casi literal, de su segundo poema –o fragmento, por seguir la denominación del autor- con el cuadragésimo octavo y último vendría a sustentar y redondear la tesis constructiva de una latente historia de amor que, de manera muy sutil, va sirviendo de línea argumental a la obra. No obstante, bien lejos estamos aquí de un poemario de corte amoroso, pues la inquietud del sujeto lírico se centra en la posible refundación del mundo, a través, sí, de un compromiso ético y humanista, y por medio también de la redención de un “locus amoenus” perdido: de ahí las constantes apelaciones a la Naturaleza, por supuesto al agua, y todavía más a los árboles, quizá los verdaderos protagonistas del libro –“Pasaremos nosotros / y los árboles / seguirán siendo fieles al horizonte y a la luna”-. La profundidad del tono reflexivo del autor se impone a cualquier tentación de preciosismo descriptivista, mientras se afianza la certeza de que únicamente persistir puede ofrecer la gracia de la salvación: “Hemos traído el sueño de la lluvia / hasta esta tierra estéril (…) / Nuestros rostros / reflejan la hermosura / de los que se debaten, / solitarios, / pero con fuerza aún, en los confines / de la ausencia de Dios”.
Ediciones Vitruvio, Colección “Baños del Carmen”, nº 697.
94 páginas.
“Disculpa mi desvío. / Sinceramente tuyo para siempre”: esto leemos al final de “Correspondencia íntima del poeta redimido”, texto desde su mismo título bien elocuente ya, y que constituye toda una referencia autobiográfica con la que Javier Olalde (Pousada de Rengos, Cangas del Narcea, Asturias, 1944) hace alusión a su silencio poético de casi cinco décadas. Licenciado en Filosofía y con estudios de Literatura Hispánica, Olalde vio publicados, en su juventud, sus tres primeros libros –Ensueños y agonías (1965), Leído en el gris (1968), Alguno habló de soledad (1969)-, y no fue hasta 2017 cuando pudimos conocer su voz madura gracias a Toda la tarde andada, publicado por Ediciones Vitruvio. Bajo el mismo sello ha visto la luz recientemente Mi modo de ser árbol, un poemario que confirma el regreso pleno del autor al panorama lírico actual, junto con su muy buen hacer a la hora de conjugar emociones sutiles y claridades expresivas.
“Capturar palabras, / (…) si fuese árbol, / ése también sería mi modo de ser árbol.” Toda la obra parece trazada para alcanzar tal arrebato de lucidez, siguiendo una estructura en cinco secciones donde el sentimiento amoroso y su universalidad sirven de hilo conductor –“Siempre los mismos bancos y los mismos jardines, / aun siendo otros jardines y otros bancos…”-. El sujeto poético inicia andadura desde la pasión –erótica también-, pero no tarda en atisbarse el inicio del desencanto y la soledad: “Ocurre y luego / todo regresa a ser / sin ti lo mismo”. La plasmación perfecta de la muerte de la pasión –“…conozco lo que sientes, / porque es idéntico / a lo que yo tampoco te confieso”- lleva a ese “país borroso” de la memoria, y al “paisaje devastado” donde se aprenden las más crudas verdades: “Vivimos suspendidos / entre el rumor de olas / de ángeles y demonios / y la quietud del cadáver que espera”. La literatura, en fin, y también la defensa del oficio poético, ofrecen, “donde se extingue el horizonte”, la perspectiva de “una envoltura de palabras”; sin duda esas “pocas palabras verdaderas” de las que hablase don Antonio Machado.
Después de Más allá, Tánger, de 2014 (también Libro recomendado por la Asociación de Editores de Poesía), el poeta extremeño Álvaro Valverde (Plasencia, Cáceres, 1959) nos ofrece El cuarto del siroco, quinta de sus obras que han aparecido bajo el sello de Tusquets –las tres primeras habían sido Ensayando círculos (1995), Mecánica terrestre (2002) y Desde fuera (2008)-. Premio Internacional “Fundación Loewe” en 1991 con Una oculta razón, su creación poética ha merecido la publicación, hasta la fecha, de dos antologías: Un centro fugitivo, con selección y prólogo de Jordi Doce (La Isla de Siltolá, 2012), y Álvaro Valverde. Antología poética (Editora Regional de Extremadura, 2017).
“En las casas patricias sicilianas había una habitación donde las familias nobles se guarecían mientras soplaba el temible siroco, impetuoso viento del sudeste que atraviesa el Mediterráneo procedente de los desiertos del norte de África.” Siguiendo al propio autor, ese “cuarto del siroco” –“la stanza dello scirocco”- se antojaría el “refugio que uno interpreta también como metáfora de la poesía. Y de la vida, que es lo mismo”. Tal premisa, lo suficientemente abierta además de inteligentemente simbólica, le sirve a Álvaro Valverde para dar carta de naturaleza a su libro “menos unitario”, como él mismo reconoce en las notas finales al volumen, donde señala también que la mayoría de los poemas incluidos en sus páginas habían conocido ya difusión a través de revistas de literatura. Con todo, la impronta del poeta placentino es reconocible en todas y cada una de las composiciones de El cuarto del siroco; una impronta basada en la armonía formal, la austeridad expresiva –austeridad, pero nunca sequedad-, cierta predilección por las relaciones entre espacio y tiempo –“Tal vez por eso escribo / acerca de lugares. / Sitios donde la muerte / simplemente es más lenta”- y el lirismo meditativo y concentrado –“Mi vida es interior. / Vivo hacia dentro, / hacia aquello que allí / se oculta oscuro”-. El alma es el territorio donde perderse “confiado / en busca de un tesoro / cada día”; donde hallar poemas como los magníficos “Aquiles” –en forma de monólogo dramático- o “Ventanas”, de intensa brevedad: “Sobre el cristal, / los rastros de las frentes / que al pasar / aquí depositaron su dolor”. Y todo bajo el influjo del agua como “metáfora y verdad”, como razón de toda una poética: “La poesía / que hoy sólo se me antoja / tan sencilla / como el gesto de alguien / que da un vaso de agua / a quien padece sed”.
Poetizar como una forma privilegiada de comunicación, dado que atañe al diálogo interno con la palabra que en primera instancia el autor acomete. “En tanto que la palabra funda el ser, me encuentro en la profundidad del ser en esa tarea”, ha declarado Hilario Martínez Nebreda (Burgos, 1945), quien debutó en el panorama editorial en el año 2000, con la publicación del amplio volumen titulado Almanaque de piedra, y que después, ya bajo el sello de Vitruvio, ha podido ir entregando sus obras a los lectores no sólo regularmente, sino también de manera generosa, en un despliegue de encomiable fecundidad: Hombres del esparto y la ballena (2012), Llagas en el mar (2013), Esbozos de Platón en los labios de una musa (2014), Es-cupido de mis cantares (asimismo de 2014), Cantar de mío cantar (2015), Heridas de piedra (2016) y Oráculo de Kíos (2017). Ahora, El caminante y la luna prosigue una trayectoria de gran coherencia creativa, con el aliciente de que nos hallamos ante un cancionero construido a lo largo de cinco décadas, nada menos: de 1966 a 2016.
Como no podía ser de otro modo en un volumen cercano a las 300 páginas, y de las características señaladas antes, El caminante y la luna presenta a los lectores un contenido acertadamente estructurado para facilitar su desentrañamiento. Así, una sencilla obertura da paso a seis amplias secciones de títulos bien sugerentes: “De tierra y mar” (subdividida en “Canciones de la memoria”, “Canciones del camino” y “Canciones a la orilla del mar”), “El animal y la novia”, “El niño y la mar”, “Lunadas”, “El juglar y la momia” y “Romancero del afilador”. Vertebración temática, según puede apreciarse a simple vista, capaz de dar vuelo a los hallazgos tan frecuentes en la poesía de Hilario Martínez Nebreda –“Las horas copularon / con los murciélagos, / en un rincón de arañas. / Rumias de un péndulo”; poesía tan afinada como imaginativa, exploradora de singularidades –bien lo demuestran las dos últimas secciones del libro- y totalmente consciente de su personalidad propia: “¡Andares! Tres los caminos: / bueno y malo. Otro, el mío”. Aquí, además, el autor hace alarde de un hábil manejo de la extrema diversidad formal con la que su cancionero se edifica, desde el haiku –“En la veleta, / el lucero del gallo / rasga la niebla”- hasta el díptico de sonetos titulado “La Rioja”, pasando por la décima –al respecto, “Miryam” resulta un ejemplo impecable-, la seguidilla –“¡Ah, del pueblo! Noticias / espera al alba. / Con el lucero bebe / palabra clara”- y esa copla de sabor machadiano que dice: “¡Verdades!… pero mentira / que no llamamos verdad / porque la vida nos miente / verdades, al despertar”. Con una música de fondo predominante, la de las estructuras arromanzadas bien urdidas, Hilario Martínez Nebreda nos ofrece un cancionero personalísimo, completamente integrado en su poética.
Largo silencio editorial el que ha venido a romper Actores vestidos de calle en la trayectoria de la escritora gallega Luisa Castro (Foz, Lugo, 1966), y no sólo en el ámbito de la poesía: a 2006 se remonta la publicación de su última novela, La segunda mujer (Premio “Biblioteca Breve”), y de 2005 data Amor mi señor, el que hasta ahora era su más reciente poemario. Narradora destacada, con el Premio “Azorín” de 2001 y el “Torrente Ballester” de 2004 también en su haber –y, previamente, finalista del Premio “Herralde” en 1990-, Luisa Castro se había dado a conocer en la poesía muy tempranamente, en 1984 –con Odisea definitiva. Libro póstumo-, para obtener poco más tarde el Premio “Hiperión” –en la primera de sus ediciones- con Los versos del eunuco, de 1986, y el “Rey Juan Carlos” con Los hábitos del artillero, de 1989. En el volumen titulado Señales con una sola bandera quedó reunida toda su poesía que había visto la luz entre 1984 y 1997.
Visor Libros ahora publica este regreso de la autora a la página impresa, y lo primero que llama la atención de Actores vestidos de calle es el radical carácter fragmentario de una obra dividida en cinco segmentos, y a lo largo de la cual van deslizándose, casi de manera imperceptible, algunos motivos conductores fundamentalmente ligados a la mutabilidad de la memoria y a la función del lenguaje. “No te espantes porque los recuerdos vuelvan / a mostrarte su rostro / con otra faz (…) / son ellos que no han perdido / la esperanza de revivir”, leemos en los primeros compases de un libro marcado desde su inicio por el poema en el que se evoca la matanza terrorista de 2004 en Beslán, Osetia del Norte, de modo que la mirada lírica se impregna de un extrañamiento ante la cruel realidad de nuestro mundo, sumido en una peligrosa transformación. Los “actores / vestidos de calle // sin papel” han tomado conciencia de que “lo que no termina, / lo que te persigue / reclamando de ti / lo que no pudiste darle, / lo que no te perdonaste, / eso es lo que sostiene al mundo (…) / ¿Habría en tu equipaje sitio para los recuerdos / con una vida sin tacha?”. De esa íntima asunción de la derrota parte la necesaria revalorización del lenguaje –“No te cuides de las palabras, / sería como morir en vida que no las atendieras”-, y las repetidas evocaciones de la figura materna, generadoras de los momentos de mayor altura y vibración del libro, junto con la muy hermosa página que se inicia con el verso “Para llegar a ser un ángel…”.
Entre los Libros recomendados en 2014 por la Asociación de Editores de Poesía figuraba Nocturno casi, de Lorenzo Oliván (Castro Urdiales, Cantabria, 1968); obra que, meses después, se alzó con el Premio Nacional de la Crítica. No era el primero de los galardones en la carrera del autor: su poemario inaugural Visiones y revisiones, de 1995, mereció el Premio “Luis Cernuda”; Puntos de fuga, de 2001, el Premio Internacional de Poesía “Fundación Loewe”; y Libro de los elementos, de 2004, el Premio Internacional de Poesía “Generación del 27”. Una década más tarde, el sello Tusquets publicó el aludido trabajo Nocturno casi, para ahora hacer lo propio con el titulado Para una teoría de las distancias. Ya en 2014 tuvimos ocasión de glosar debidamente el decir sobrio de Lorenzo Oliván, y el anhelo de levedad con que afronta sus indagaciones líricas; impresiones que Para una teoría de las distancias confirma, intensificando si cabe en los lectores la sensación de un vértigo sutil aunque palmario.
Se pregunta el autor: “¿puede una identidad reafirmarse / sobre el espacio abierto / de la interrogación?” Oliván conducirá incluso su nuevo libro hasta el temblor máximo del poema “La imagen múltiple”, donde se fantasea con una clausura de la vida envuelta en la vorágine de lo no consumado o no resuelto. Los estragos del paso de los años en el cuerpo y en la propia persona dan razones a la página titulada “Despiece”; no obstante, “Como una forma de vencer al tiempo”, excepcional poema en prosa dedicado a la peonza –“Ningún juguete igual. Ninguno”-, funcionaría a la manera de un antídoto en nuestro recuerdo lector. A fin de cuentas, Para una teoría de las distancias es un libro sobre la mirada, sobre el poder de la mirada para perseverar en el eje de la existencia –“Desde él te levantas / sólo desde él te mueves / y él hace tuyo –sólo tuyo- el mundo”-. Si “la ventana engrandece lo que enmarca”, si “escribir poesía es de algún modo / estar enfermo de buscar ventanas” para observar cuanto tenemos en derredor desde su recuadro, Finisterre acabará transformándose en la nueva Ítaca desde la cual “ver el mundo”, “tejiendo y destejiendo el saber y el sabor del desear”. La aventura de hallar ese “kilómetro cero” deparará instantes como el muy hermoso canto al deslumbramiento por lo primigenio en el poema titulado “El primer hombre”, la excelente idea del dolor como “el extraño de la casa”, o “El animal del fuego”, un breve texto magnífico sobre la pasión carnal. Y todo ello, en definitiva, porque “esconde cada cosa en sí el secreto / de la mejor distancia / a que debe ser vista”.
El paso del siglo XX al XXI ha traído la consagración definitiva de Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, León, 1957) en el ámbito de las letras hispánicas, con la obtención del Premio Nacional de Poesía en 2009 por La casa roja, y del Premio Nacional de la Crítica en 2012 por La bicicleta del panadero. Reconocido poeta, ensayista y también artista plástico, Mestre se había dado a conocer en 1982 –con Siete poemas escritos junto a la lluvia-, y más aún en 1986 con su muy hermoso trabajo titulado Antífona del otoño en el valle del Bierzo, ganador del Premio Adonáis. Luego, obras como La poesía ha caído en desgracia (Premio “Jaime Gil de Biedma” en 1992) o La tumba de Keats (Premio “Jaén” en 1999) contribuyeron a asentar la reputación del autor como soberano representante de la imaginación poética, capaz de tender un “puente entre la realidad y lo maravilloso, intuición y revelación de otra realidad desde la experiencia del lenguaje”, en palabras de José Enrique Martínez. El sello Calambur, que ha reeditado las tres obras citadas en última instancia, y que publicó las también aludidas La casa roja y La bicicleta del panadero, presenta ahora Museo de la clase obrera, sin duda una de las propuestas más radicales –si no la más radical- de cuantas Mestre haya dado a la imprenta desde el inicio de su trayectoria.
En el texto de introducción al libro, firmado por el director literario de Calambur Poesía, Emilio Torné –y que figura repartido en las solapas de la edición-, leemos lo siguiente: “Lógica subvertida, más no ausencia de lógica (…) Retazos de realidad redibujados en la geometría movediza de la imaginación (…) Prueba de ello es el rechazo de la jerarquía y la estructura tradicionales del poema, lo que deviene en un texto sin centro, sin figuras ni fondos definidos. Los paralelismos llevan así”, añade Emilio Torné, “a la pintura y a la música contemporáneas”. Tan es así que, por momentos, los lectores pueden experimentar la sensación de hallarse ante las páginas más vanguardistas, dislocadas o furiosamente abstractas de El juramento de la pista de frontón, de John Ashbery. Poesía no sólo consciente sino orgullosa de su complejidad –“llevo entre las palabras un reloj desarmado”; “la poesía es una lengua extranjera como el olor del mar en los cuadros podridos de un museo”-, la elección por parte de Juan Carlos Mestre del versículo y del poema en prosa como estructuras formales impulsan la configuración de una galería imaginativa de saturación extrema, donde abundan los hallazgos característicos de la poética del autor –“los matasuegras de nochevieja pasan el invierno con los pies vendados”; “todo cuerpo es la imitación pornográfica de una escultura griega”-. Homero, Elena de Troya, Rimbaud, Stockhausen y Gertrude Stein pueden tener cabida en un mismo texto, sin que ello suponga menoscabo de la preocupación socio-económica y socio-política que da razón de ser al título de la obra. De tal manera, a “la explotación de los subsaharianos en la cabaña de klee” le resulta factible revisar algunos fragmentos de la actualidad con una furiosa mirada y carga críticas: “por la carrera de san jerónimo que conduce al desolladero de osos del kilómetro cero / la destrucción del significante la democracia sin libertad”.
INCUMPLIMIENTO DE CONTRATO por Victor Bayona Marchall
De alguna manera, desobedecer es atender a cierto orden, cierta clausura esquemática. Si romper algo es desmenuzar, hacer caso omiso es extender la costumbre de establecer unos principios de forma cíclica, renovarse. Precisamente de renovación consiste, también, la maternidad; la creación de nueva carne, nueva materia, que luego se expone al mundo y evoluciona, y procrea, y continúa el ciclo. ¿Hay naturalidad en todo ello? ¿Se puede uno pasar de la raya y no obtener un resultado definitivo? De eso trata el poemario de Pilar Adón Las Órdenes, de atender o no atender a esa voz natural que llama a los seres humanos a concebir comportamientos y actitudes que posiblemente nos definan como especie biológica.
A través de la sutileza de combinación de poemas extensos y breves (casi aforismos) la autora se introduce e introduce al lector en una mente nueva, de un personaje (real o no, eso no importa) muy verosímil, en la que discute cuestiones como el dolor de las mujeres ignoradas, la maternidad por ambas partes y las tendencias de las personas a ciertos actos que terminan por condicionar a las personas.
El poemario refleja ese rechazo y esa aceptación fruto de una situación en la que no se sabe muy bien qué hacer, pero siempre se actúa de una forma reflexiva. De esta forma niega su futuro preestablecido (“no queremos ser madres”), el olvido como consecuencia de la madurez (“Añorando de mi yo joven / la noción de perspectiva. El pensar ya lo haré. / La amplitud de las horas. La observación de cada / posibilidad.”, o el amor como don natural también perjudicial, como el elemento del que el ser humano parece tener prisa por deshacerse (“El amor en bruto no sirve. / Hay que dosificarlo. / Saber domarlo y repartirlo / hasta que se extinga”).
En definitiva, desde ese punto de vista incómodo de las cosas que se cuestionan, Pilar Adón ha escrito una obra necesaria, urgente por sus preguntas y sus más o menos respuestas. El lector necesita aprender de este libro, comprender que desobedecer no es más que una forma de comportamiento humano, y es precisamente eso, lo humano, lo que es imprescindible.
Con la certeza que sólo tienen aquellos que ven y viven lo que están a punto de contar, Pérez-Paredes inaugura una exposición humana de las últimas décadas con el poemario Dios tenía la misma consistencia que el pato Donald. El autor ofrece el libro al lector como una interacción. El primer texto está destinado al inicio de sesión para entrar directamente y contemplar como todo lo virtual se extiende en las dimensiones de lo real.
La obra no se acota a lo digital como tema específico, sino a lo digital como medio para llegar a todo lo demás. Desde esta perspectiva, el poeta muestra poemas de género, de sociedad, de infancia, de generación temporal, de tesis poética, de sexo, como algo tecnológico: “La primera vez / que un software masculino toca un coño toca / un arrecife”;
“Todos los niños dibujan / una casa / un humano / un árbol / y un sol / (…) Seré más explícito: / CASA espacio / HUMANO cultura / ÁRBOL naturaleza / SOL tiempo”.
De esa misma forma que Carlos Pardo relataba en Los Allanadores, Pérez-Paredes se quita los ojos una vez ha podido presenciar lo que le rodea, y los abandona a la suerte de otro espectador, contingente.
Con un estilo fluido, eléctrico, apelativo, el poeta recurre a una actitud pasiva a veces, de mero narrador, y a una actitud crítica en otras, interpretativa que, junto con una clara intención barroca, terjiversa las sensaciones para auparlas al grado de lo virtual, donde todo es extraño, ajeno y perfectamente asumible “ (Los niños nacidos antes del siglo XIX / no se enamoraban, solo era un intercambio / de ganado entre familias”. Así combina, así superpone poemas divididos en distintas partes que conforman una visión global en todos los sentidos, como un vector frenético que se expande en forma de esfera, con ese espíritu insaciable de abarcar algo llamado Todo.
Porque la intención de la obra en su total, el motivo, la tesis que se defiende, no es platicar sobre esto o aquello en forma de videojuegos o tras la visión impura de unas gafas de realidad virtual. Si acaso puede darse un porqué es igualar conceptos, enmarañar ideas, resolver deshaciendo.
No es que Dios no exista, es que es un ser imaginario, como el pato Donald. Cualquier cosa puede ser imaginaria si olvidamos qué somos como especie, como individuo. Recuerda ser consciente de lo que haces antes de que sea demasiado tarde, y GAME OVER.
De la misma forma de alguien que predice en base a una experiencia, con esa fe ciega pero a la vez certera, concreta y astuta, Ángelo Néstore dibuja en Actos Impuros, poemario ganador del XXXII premio Hiperión de poesía, un nuevo camino hacia una temática compleja, actual y abundante. Dividido en cuatro partes, el libro supone una inmersión en la propia individualidad del poeta que ahonda en temas esenciales para él, como la materialidad y la razón del cuerpo, el feminismo, los géneros o la paternidad.
En la primera parte, titulada El cuerpo casi, abre la puerta al primero de los temas: el propio cuerpo humano. Esta sección supone una reflexión sobre el valor del género en el cuerpo y la utilidad de éste. Aborda este aspecto desde una perspectiva muy sensible, en la que las sensaciones desbordan el poema de una forma muy vital, real e individual: “si mi padre me dice: sé un hombre/ yo me encojo como una larva/ clavo el abdomen bajo el anzuelo./” Por encima de todo, prima su conciencia, su ser inevitable, que se presenta de una forma más o menos indirecta, pero siempre cierta.
Íntimamente de acuerdo con los dilemas sociales, el poeta también incrusta de una forma muy masticada sus sentimientos en los poemas, de una manera casi revulsiva: “si las palabras no se oyen bajo el agua/ si sólo sé escribir poemas./”
Sin embargo, el autor compagina lo negativo con lo escéptico, lo despegado de lo que no es positivo; celebra el cuerpo como elemento suficiente para su propia existencia, “porque sí”.
Finalmente, con el poema De cuando me equivoqué de bar, inaugura una nueva línea temática dentro del poemario; si el cuerpo ha pasado a ser social, la paternidad resulta relativa a la sociedad.
En la segunda parte, de nombre Los pelícanos se mueren de hambre, se introduce en el ámbito de la mujer luchadora conjugando poemas sobre distintas mujeres. Inicia esta sección con un poema a su madre, sobre el sacrificio y la perseverancia para cumplir los deseos de su hijo: “Se haría cada vez más pequeña, / se inventaría un nuevo idioma, / balbucearía de nuevo/ para ser mi hija./”
De forma consecutiva, describe la historia de una mujer trabajadora, de una mujer que pugna por sacar adelante su propia vida y todo el peso que carga con ella. Así, y con los siguientes poemas en la misma línea, Néstore permite su inclusión en un ámbito que quizás no es el suyo más directo, pero que sí adopta totalmente hasta verse en las situaciones, hasta trabajar como mujer bajo una situación desfavorecedora, hasta conseguir la satisfacción del ser más querido, hasta poder ver a través de los ojos de quien nunca deja de presenciar pero no siempre habla.
Después, ya en el tercer fragmento llamado Hija imaginada, recoge la soga que arrojó en el primero para volver al tema de la paternidad. Primero, introductoriamente, cuenta desde la propia visión del poeta: “que me recuerda a la aridez/ de dos hombres que se quieren./”. Una vez establecida esta partida, dedica el resto de poemas de esta parte a especular sobre una paternidad imaginada: “Mi niña que no es mi niña no conoce el frío de las tumbas/ o si la sábana se enreda en medio de la noche,/ sólo busca un padre en la geografía de los desiertos./”. Con este discurso indirecto entre padre imaginado e hija imaginada, transmite una pretensión por elevar el sentimiento de la paternidad frustrada con cierto tono elegíaco: “Miradme. Yo también soy un buen padre.”
Ya en el final, Cantos a una cuna vacía, el autor se queja de forma definitiva de la paternidad, a través de la adopción, como una decisión social clasista, obstructiva. Ante esta situación, construye una serie de canciones dedicadas a elevar el valor de su esperanza, en este apartado más ciega: “Una masa ajena se hace dentro y crece en el misterio”.
En conclusión, Ángelo Néstore elabora en esta obra una temática muy profunda, con un estilo lírico despojado pero preciso, elaborado, y permite que se vislumbre tras el fondo de los entresijos y de elementos que llevan el peso del poemario, la importancia que cobra en su persona la fe en lo imposible pero indispensable: “mancho la tierra con la semilla última de la esperanza”.