David Pais

Escritor

El silencio de un sol ciego

David Pais

PortadaelsilencioTítulo: EL SILENCIO DE UN SOL CIEGO

 Autor: David PAIS

© Ediciones Amaniel 2014

ISBN-13: 978-84-941566-3-2

Ediciones Amaniel

http://www.edicionesamaniel.com

PVP.25 Euros
 

RESEÑA

 

San Francisco, 1969. Patricia Andrews, única heredera de uno de los hombres más acaudalados de la ciudad decide contratar los servicios de Anderson, detective privado, con el fin de que éste recupere una estatua de bronce que Elizabeth, la hija de la millonaria, le ha robado. La investigación de Anderson comenzará en el campus universitario de Berkeley, donde buscará pistas que puedan guiarle hasta la comuna hippie con la que la joven Elizabeth convive en la actualidad. Paulatinamente, Anderson se irá dando cuenta de que Elizabeth no es la joven caprichosa que él había supuesto, sino una muchacha sumamente compleja y reservada cuyo rastro parece haberse desvanecido por completo. Pero si algo le ha enseñado la vida a Anderson es que, a menudo, las personas esconden secretos y, tras múltiples pesquisas, nuestro hombre descubre que tras un caso aparentemente sencillo se esconde una realidad mucho más oscura de la que podría imaginarse, así como también muchas razones por las que alguien podría haber puesto precio a la cabeza de Elizabeth y, en consecuencia, también a la suya propia. Al mismo tiempo, nuestro detective se ve obligado a lidiar con el hostigamiento al que le somete un ambicioso inspector de policía por su presunta implicación en un turbio suceso del pasado, así como también con la repentina e inesperada reaparición de un viejo amigo. Y siendo como es, un hombre de naturaleza violenta, Anderson no tendrá más remedio que abrirse paso a empujones en una sociedad convulsa por la guerra de Vietnam, el magnicidio de JFK, el asesinato de Martin Luther King, las drogas y el rock ácido de la costa oeste que han dado lugar a un sinfín de revueltas estudiantiles y sociales. Un mundo que cambia mucho más deprisa de lo que a él le gustaría reconocer y en el que no por ser más lúcido se encuentra menos perdido.

 

Extracto obra

 

 

I

 

Recuerdo que mi padre solía decir que había una pobreza mucho más dañina para el espíritu que la de los desamparados que no tienen lo suficiente, y esa es la de aquellos que sí tienen lo suficiente, pero no lo bastante. El día que entré en la fabulosa mansión de la millonaria señora Andrews descubrí que yo pertenecía al segundo grupo.

Aquello fue el 2 de junio de 1969.

—Gracias —le dije al guardia de seguridad en cuanto terminó de examinar mi licencia y me la devolvió.

Poco después, las gigantescas puertas de barrotes metálicos de la propiedad de la familia Andrews se abrieron ante mí. Engrané la primera marcha del vehículo y, a continuación, avancé durante unos trescientos metros por una pista asfaltada y con muchas curvas. Lo hice muy lentamente, pues la visión de los majestuosos jardines que circundaban la propiedad bien lo merecía. Durante el trayecto, también tuve la gentileza de devolverles educadamente el saludo a dos jardineros que, cuidadosamente, podaban los arbustos adyacentes. Finalmente, ya frente a la mansión, aparqué el coche junto a otros dos vehículos en un aparcadero situado a unos cincuenta metros de la entrada principal de la misma.

—No está mal —murmuré para mis adentros mientras me bajaba del coche y me ponía el sombrero.

Alguien me saludó.

—¡Buenos días, señor!

Me giré y vi a un muchacho de raza negra de unos veinte años sacándole brillo a la regia estampa de un Rolls Royce Silver Cloud de color verde oscuro. La mañana parecía augurar un día caluroso, por lo que el muchacho vestía una vieja camiseta con las mangas recortadas y, aunque no era alto ni tampoco estaba muy musculado, sí poseía una tonicidad muscular que me hizo pensar que podría ser un buen atleta.

Me dirigí hacia su posición y, a su vez, respondí:

—Buenos días. ¿Un trabajo complicado?

El muchacho me dedicó una enorme sonrisa y dijo:

—No señor, para nada. Lo complicado sería conseguir que esta maravilla no resplandeciera, ¿no le parece?

No le faltaba razón.

—¿Alguna vez lo has conducido? —pregunté.

Asintió con una nueva sonrisa.

—¿Y qué tal? ¿Se disfruta?

—Sí, señor. Pero esto no es un Mustang: para disfrutarlo plenamente tendría que ir sentado ahí atrás. Por tanto, creo que puedo decir que lo he conducido, pero no que lo he disfrutado.

—Nunca se sabe, muchacho. La vida da muchas vueltas. Tal vez algún día puedas llegar a permitirte algo así.

—¿Quiere probarlo usted? —preguntó al tiempo que abría una de las puertas traseras y me ofrecía asiento.

—Creo que será mejor que decline la invitación. En el lento y penoso proceso a través del cual un hombre se aburguesa y se echa a perder, lo primero que se malacostumbra suele ser su propio trasero. Por eso una patada ahí atrás de vez en cuando no le viene a uno nada mal. Y, conociendo como conozco a mi propio trasero, algo me dice que iba a necesitar una buena dosis de puntapiés antes de que pudiera volver a sentarse en mi Ford sin rechistar.

—Bueno, señor, no olvide que si necesita ayuda yo estoy aquí para servir en lo que haga falta.

Sonreí. Parecía un muchacho simpático. Lo suficiente como para no decirle lo que estaba pensando: que, a pesar de que ciertas normas de índole racial, absurdas y segregacionistas, habían sido por fin abolidas, todavía tendría que pasar mucho tiempo para que el hecho de que alguien de su raza se sentara en el asiento trasero de un Rolls Royce fuera visto como algo normal.

A mi espalda resonaron unos pasos firmes y de métrica tan precisa que casi se podrían calificar de musicales. Me volví y vi a un hombre delgado, de elevada estatura y ya entrado en la cuarentena aproximándose a mí. A juzgar por su atuendo, juraría que se trataba del mayordomo.

—¿El señor Anderson? —preguntó con un exquisito acento inglés.

—El mismo.

—Puede llamarme Beckett. La señora Andrews me pidió que viniera a recibirle. Es usted muy puntual, señor —añadió mirando su reloj. Yo hice lo mismo: eran las 9:45, quince minutos antes de la hora acordada—. A la señora Andrews le gusta la puntualidad. ¿Podría hacer el favor de acompañarme hasta el interior de la casa si es tan amable, señor?

Y eso hice: dejé que el muchacho siguiera sacándole brillo al Rolls y caminé tras el mayordomo. Me quité el sombrero al entrar en la mansión y subí por una amplia escalera circular hasta la primera planta. Con un ademán elegante, el mayordomo me indicó que podía sentarme en cualquiera de los sofás de cuero negro que conformaban lo que parecía ser una sala de espera y me dijo:

—Póngase cómodo, señor Anderson. Si me lo permite, iré a comunicarle a la señora Andrews que ya se encuentra usted aquí.

—Gracias, señor Beckett.

Eché un vistazo alrededor. Había lujo en el interior de la mansión, eso era evidente. Pero, comparándolo con el acentuado barroquismo que adornaba su fachada, casi se podría decir que se trataba de una decoración austera, aunque muy agradable a la vista. Me pregunté si sería cosa de la señora Andrews o, por el contrario, de alguno de esos decoradores afeminados, tan de moda hoy en día, y que tan caros venden sus servicios. Claro que, en lugar de burlarme de ellos, más me valdría seguir su ejemplo. Seguro que, de ese modo, conseguiría jubilarme bastante más joven.

Decidí volver a centrar mi atención en los ornamentos que decoraban el interior de la mansión. La decoración de una vivienda es algo que puede resultar sumamente útil a la hora de elaborar un juicio acerca de las personas que la habitan y, a juzgar por lo que tenía al alcance de la vista, juraría que la propietaria de esta mansión se trataba de alguien que poseía una discreta sofisticación no exenta de cierta frialdad.

Pero no podía estar seguro. Lo cierto era que, a pesar de haber vivido en San Francisco durante toda mi vida, no sabía gran cosa acerca de una personalidad tan popular en la zona como lo era la señora Andrews. Sabía que era inmensamente rica, sí, pero poco más. Por el contrario, sí conocía muy bien la trayectoria vital de su padre: Joseph Andrews.

Nacido en una pequeña localidad del estado de Illinois en 1882, abandonó de niño los estudios y se dedicó a la explotación de la granja de sus padres. Combatió en la Primera Guerra Mundial y, por lo que se decía de él, en el frente hizo gala de cierta valentía. Muertos sus padres, Joseph Andrews decidió arriesgarse vendiendo la granja y se mudó a San Francisco, donde probó suerte en el mundo de los negocios. Empresario astuto y bien avenido durante los prósperos años 20, fue de los pocos que no confiaron casi todo su capital a la inversión bursátil y, gracias a ello, comenzó a edificar su propio imperio en la siguiente década: invirtió todo lo que tenía en la compra de una compañía naviera recién quebrada y, por fortuna para él, el New Deal primero y la Segunda Guerra Mundial después, consiguieron relanzar la actividad comercial y, en consecuencia, se convirtió en un hombre inmensamente rico. Joseph Andrews murió en 1958, legando en herencia a su única hija Patricia, el monopolio de un importante pedazo de ese suculento pastel que era el comercio marítimo de San Francisco, así como también otras empresas de menor envergadura pero de una rentabilidad más que contrastada. Y, claro está, la herencia también incluyó la exuberante residencia familiar de Palo Alto en la que, en ese mismo instante, yo me encontraba.

Todavía hoy se recordaba a Joseph Andrews como al prototipo de hombre hecho a sí mismo con su propio esfuerzo. Fue un hombre que recibió una educación modesta y cuya única escuela fue el trabajo duro; no obstante, fue lo suficientemente avispado como para no vincularse jamás a ningún partido político, lo cual le libró de granjearse no pocas e incómodas enemistades. Tampoco llevó nunca una vida de multimillonario recluido y excéntrico, sino que cultivó con acierto una personalidad pública dicharachera y cercana con la que se ganó a la gente de a pie, rompiendo la solemnidad de algunos aburridos actos públicos con inoportunas bromas de dudoso gusto que, no obstante, servían para que el pueblo llano se identificara con él pues, lejos de hacerlo resultar artificioso, lo humanizaban. Aunque, sin duda, lo que diferenciaba a Andrews del pez gordo común era que él sabía que si podía permitirse ciertas salidas de tono era por el mero hecho de que era rico y poderoso; por esa sencilla razón y por ninguna otra más. Sabía que, en el peor de los casos, su dinero siempre podría comprar todas aquellas risas que su ingenio no fuera capaz de ganarse por sí mismo.

Esa es una de las muchas ventajas de ser rico: que uno puede pretender ser todo lo que quiera sin tener que tomarse la molestia de llegar a serlo. Y Joseph Andrews sabía muy bien que, desposeído de todo su dinero, no habría sido más que un hombre vulgar. Siempre tuvo claro que la simpatía personal podía abrirle muchas puertas a un hombre; no obstante, el derecho a hacerlo siendo el anfitrión era algo que solamente se podía comprar con lo que a él llegó a sobrarle: dinero.

Y eso fue algo que nunca olvidó…