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La casa del poeta

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Título: LA CASA DEL POETA

 Autor: Ignacio SANZ

 Año de Publicación: 2013

Colección: Novela


ISBN-13: 978-84-939691-8-9

Editorial: Rilke

http://www.poesiaerestu.com

 PVP: 15 Euros (IVA Incluido).

 

 

RESEÑA:

 

La que fuera humilde pensión de la calle de los Desamparados a principios del siglo XX, quedó convertida tras ímprobos esfuerzos, en Casa Museo del poeta Antonio Machado, en Segovia. El rapsoda Mauro Rello, que nació en Soria el mismo día que muriera Machado en Colliure, cuenta la historia de esta casa en la que trabaja como guía. El boticario Paco Marfagón, último alumno vivo de Machado, el académico Carlos Muñoz de Pablos, Joan Manuel Serrat, el intrigante librero Fidel Serrano, así como el propio Rello, acusado de formar parte de una trama dedicada al alquiler de la cama del poeta, son algunos de los personajes que animan esta novela orlada por el espíritu del poeta.

 

EXTRACTO DE LA OBRA:

 

LA PROMESA

 

La tarde de invierno que dimos tierra a Paco Marfagón en el cementerio de su pueblo, hundido al pie de la sierra, en el hondón del valle, hacía un frío cortante, pese al cielo azul limpísimo y a la luz nítida y reverberante, casi cegadora, que me recordaba los días diamantinos y gélidos de mi infancia peregrina por los caminos de Soria y me recordaba también aquella nota o apunte de poema que encontraron en el gabán de don Antonio Machado, en Collioure. Ese frío y ese azul inmaculado del cielo son dos de las constantes que han marcado mi vida.

Además de la familia nos juntamos un puñado de amigos en torno a la tumba para decirle sencillamente adiós, con esa melancolía latente que provocan las separaciones definitivas de los seres queridos. En realidad todos esperábamos desde hacía meses que el desenlace se produjera en cualquier momento. Se ahogaba a menudo, y aquella botella de oxígeno a la que vivía pegado constituía un alivio parcial para su respiración. Los últimos años vivió rodeado de pastillas, de un aluvión de pastillas que tenía repartidas por las mesas del comedor y la repisa de la librería y que le obligaban a desplazarse sobre una silla de ruedas que movía con torpeza haciendo palanca con los pies y que, sólo de manera parcial, conseguían mitigarle los dolores al tiempo que le provocaban esas hinchazones que lentamente le fueron deformando los párpados y las bolsas de los ojos; supongo que la embotadura de las piernas sería también consecuencia de tanta pastilla como ingería.

Tras los responsos del cura, todos quedamos cabizbajos e inmóviles, ligeramente aturdidos, acaso descontentos, como si aquellas palabras de mero formulismo ritual que acababa de pronunciar ante la tumba, nos hubieran dejado fríos o nos supieran a poco y, en secreto, albergáramos la esperanza de escuchar alguna palabra más cálida para decirle definitivamente adiós a nuestra manera, o, mejor, a su manera, es decir a la manera jovial y generosa que fue la enseña permanente del carácter de Paco. Entonces, en medio del silencio y del aturdimiento, alguien se acercó a mí por la espalda y me sugirió que recitara algún poema de Machado; qué otra cosa se podía decir en homenaje al que había sido tenido como el último alumno vivo de don Antonio. Sentí entonces una punzada de dolor y recordé que yo conocí a Paco Marfagón en Febrero de 1.989, en el tren que nos llevaba a Collioure en un homenaje fastuoso ante la tumba al que fui invitado en mi condición de recitador de su obra. Y, como en aquel día en Collioure, también en Torreval sentí que la voz se me quebraba, que se me quedaba la mente en blanco y que se sentía incapaz de articular un solo verso.

Esa tarde, de vuelta a Segovia en el coche de Fidel Serrano, sentí la congoja royéndome dentro y recordé tantas y tantas tardes en el comedor de la casa de Paco hablándome del escultor Emiliano Barral, del profesor Mariano Quintanilla y de don Antonio Machado, su profesor de Francés y Literatura en el Instituto General y Técnico de Segovia.

—Porque entonces, Mauro, aunque parezca rimbombante –y Paco hacía una pausa para tomar aliento—, el instituto se llamaba así. Y tú, que eres una persona letrada y gozas de buena salud, deberías escribir un libro sobre aquella época gloriosa porque el tiempo pasa y la memoria es un músculo frágil y erosionable que, con el correr de los días se va poblando de brumas. Lo digo por experiencia.

Paco Marfagón, arrastrado por el cariño que siempre me tuvo, sobrevaloraba a menudo mis capacidades.

—Algún día me pondré a ello—le decía a modo de consuelo, para que no se fatigara más, pero sospechando íntimamente que esa vaga promesa que él me arrancaba no la cumpliría nunca.

Y aquella tarde de su entierro, de regreso a Segovia, supe que, una vez más, le iba a traicionar porque, en efecto, no pensaba escribir esas historias llenas de fervor hacia don Antonio, su viejo profesor, que me fue desgranando de manera dispersa y con la voz entrecortada de los asmáticos, a lo largo de los nueve años que coincidimos en Segovia y especialmente en los últimos, cuando, cautivo de la enfermedad, apenas salía a la calle y procuraba visitarle a menudo en su casa tras cerrar el museo.

He tenido que verme despojado, al menos de manera temporal, mientras se aclara el embrollo, del cargo de guía de la casa-museo e implicado en un escabroso escándalo con ribetes sexuales, para saber que si alguna tarea resulta inaplazable en este momento es la de poner en claro mi propia vida y, de paso, también, la vida de Paco Marfagón, mi amigo y protector, y la de la buena gente de la que él me habló, antes que un río de calumnias puedan enturbiarlas.

—Han convertido esta casa en un puti-club –me lanzó a la cara don Carlos Muñoz de Pablos, el académico que vino a recoger las llaves y a echar el cierre del museo mientras se aclaran los hechos. Lo dijo, es verdad, sin crispación, en un murmullo, pero sin asomo de dudas.

Ese plural, han convertido, no me hace sospechoso sino que me acusa de manera directa. Y eso me preocupa porque cualquier descalificación que caiga sobre mí, vendría indirectamente a empañar la memoria de Paco. De modo que, no sólo por defender mi propio honor, sino por mantener intacto el recuerdo de una amistad verdadera, me pongo, por fin, a escribir.

Espero que después de leer este puñado de páginas, los distinguidos académicos, dueños de la casa-museo, me renueven su confianza y me repongan en el cargo de guía de la casa-museo. A mis años, no estoy en condiciones de volver a la vida azarosa de los pueblos y a los tumbos de los caminos. Pero uno tiene su orgullo y, después de ponerse en duda mi honradez, lo que no haré en el futuro, ya lo adelanto, será compartir mi trabajo con el desaprensivo que ha causado estos disturbios que, como cabía esperar, han llenado de estupor los ambientes cultos de esta ciudad a la que no le podía faltar un Judas.