Las viudad tenaces
Título: LAS VIUDAS TENACES
Autor: Ignacio SANZ
Año de Publicación: 2013
Colección: Novela
ISBN-13: 978-84-939691-9-6
Editorial: Ediciones Rilke
PVP: 15 Euros (IVA Incluido).
RESEÑA:
Tras “Las viudas tenaces”, el divertido cuento que abre este libro, protagonizado por un poeta melancólico y solterón, el lector irá descubriendo, casi siempre con un amago de sonrisa en la boca, a una fauna dispar de poetas extravagantes, novelistas en dique seco o cuentistas perplejos, habitantes todos de un extraño universo provinciano. Encargos literarios, curiosas tertulias de café, chocarreros premios literarios o disparatadas entrevistas radiofónicas. Metaliteratura en estado puro. Una vez más la ironía, aliada con el estilo envolvente y arrollador de Ignacio Sanz, nos abre las puertas de un mundo rico en matices y nos invita a una fiesta en su plenitud narrativa.
EXTRACTO DE LA OBRA:
Las viudas tenaces
A Luis Javier Moreno
Los poetas somos tipos raros que sobrevivimos de espaldas a la sociedad. Me siento un extravagante, atrapado por este vicio anacrónico de escribir versos. Quitando a cuatro chiflados ¿a quién le interesa la poesía? Mejor dicho, ¿a quién le interesa nuestra poesía? A nadie. La mayor parte de la poesía que se escribe carece de interlocutor a no ser que vaya dentro de un disco. A estas alturas, para qué engañarnos, hemos descubierto nuestra irrelevancia. Ese es el drama. Por eso, precisamente por eso, hay que dar por buena cualquier estrategia que ayude a sobrevivir a nuestra obra. Sólo si nuestra obra pervive, perviviremos nosotros. Es decir, la inmortalidad. Aunque sea una inmortalidad pequeña, relativa, con la fecha de caducidad. Pero algo es algo. ¿Para qué me he pasado media vida puliendo versos, encerrado en el cuarto, robándole horas al sueño, entregado a esta pasión solitaria?, me pregunto a veces con amargura. Me acabo de jubilar, mi salud quebradiza comienza a sufrir los primeros achaques serios y sólo ahora me doy cuenta de que, para salir de la invisibilidad que me espera, ese tétrico y largo túnel, debería de haberme casado. No es una cuestión baladí. Ya sé que Fernando Pessoa murió soltero, pero lo de Pessoa es un punto y aparte. O Cavafis, al que tanto leí en mi juventud. Se trata de casos excepcionales. Por supuesto que nunca llegaré a ser como ellos, nunca gozaré de ese reconocimiento unánime y universal; tampoco aspiro a tanto. Cuando hablo de la invisibilidad, aludo a la falta de reconocimiento local; querría que al menos mis paisanos supieran que un modesto pulidor de palabras ha convivido con ellos y, a su manera, al reflejar la grisura de la vida provinciana en su obra, también les ha retratado. A eso me refiero cuando hablo de honores. Renuncié hace años a un reconocimiento mayor, tipo Cavafis o Pessoa, ante la fuerza arrolladora de los hechos. Qué remedio.
Sí, debería haberme casado, me lo reprocho con pesadumbre cada noche mientras espero el sueño reparador, pero me tomé tan a pecho lo de entregarme a mi obra que no tuve tiempo ni disposición para buscar una mujer. Nunca estuvo entre mis preocupaciones, pese a la insistencia de mamá en sus últimos años. Y, ése es, ahora lo veo, mi punto flaco, mi talón de Aquiles.
Hace tres años murió, todavía joven, mi compañero de tertulia en el Candinga, el dramaturgo Agustín Estaire. ¿Quién conocía, fuera del cerrado círculo de nuestra tertulia, al pobre Estaire? Lo pregunto sin atisbo de maldad. Apenas llegó a estrenar tres o cuatro obras en vida, pese al empeño obsesivo que puso en la tarea. Y de esas tres o cuatro obras, sólo una se estrenó en Madrid, en un teatro comercial; no se mantuvo ni una semana en cartel; otra, acaso la mejor, fue estrenada, supongo que bajo cierta presión afectiva, por un grupo de aficionados de Mazarrón, donde tenía un apartamento playero, adquirido con sus ahorros de funcionario constante. Lo cierto es que apenas alcanzó un reconocimiento minoritario entre los muy iniciados. Es posible que a algún crítico especializado le suene su nombre de manera remota. La letra pequeña del pie de página de un manual de literatura dramática, como dice con cierta retranca el cuentista Orozco, también compañero de tertulia, que se sabe habitante de una periferia desguarecida. Pues bien, desde que murió Estaire, su obra y él mismo no han dejado de crecer al menos en nuestro pueblo; Lucía, su viuda, organiza coincidiendo con en el aniversario de su muerte, su óbito, dice ella con cierta ampulosidad, el estreno en el Teatro Municipal de una de las múltiples obras que dejó en el cajón de los inéditos. Implica para ello al director del teatro, recaba ayudas de la Concejalía de Cultura y de la Diputación; arrastra a la prensa local, convoca a un grupo disperso de actores y actrices aficionados y, lo más sorprendente, nos empuja a todos nosotros, sus viejos compañeros de tertulia en el Candinga, como actores aficionados o como redactores de un panegírico para el programa de mano que se lee en el momento previo a que se levante el telón con solemnidad y que luego, al día siguiente, se publica en el periódico. Así un año y otro año. Lucía revuelve Roma con Santiago, como suele decirse, y lo hace con tanto entusiasmo que es imposible escurrir el bulto cuando te pide ayuda. Qué ímpetu, como si le fuera en ello la vida. Yo mismo redacté y leí el primer panegírico y asumí, qué remedio, un discreto papel en dos de las tres representaciones que hemos hecho desde su muerte. Tampoco se ve libre de la influencia arrolladora de la viuda el crítico teatral que emite, perruno como es, un juicio indulgente hacia los intérpretes y hacia nuestro ínclito dramaturgo, como le llama él, llenando así al día siguiente la doble página central del periódico con tanta foto, tanto discurso y tanta crítica repleta de benevolencia casera.
Tras el último estreno, cuando los participantes tomábamos un refresco en memoria de Estaire en el vestíbulo del Teatro, la propia Lucía, posiblemente bajo los efectos eufóricos de los aplausos con que se cerró la representación, dijo a la hora del brindis, que había pensado en la posibilidad de que el consistorio erigiera un monumento modesto, un simple busto que honre su memoria frente a la puerta principal del teatro. Un simple busto para hacer justicia a uno de sus hijos más ilustres; lo dejó caer, como si las calles y las plazas de nuestro pueblo estuvieran salpicadas de bustos y estatuas de escritores en cada esquina. Me sobrarían los dedos de una mano para contar las placas y los bustos erigidos a los hijos ilustres de este pueblo, rácano y frío con sus artistas a lo largo de la historia…